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miércoles, 31 de julio de 2013

Un día triste.


 Joaquín Alonso llegó a la parada de autobús dos minutos después de que comenzara el aguacero de verano. Ésta parecía ser muy antigua, con un techo de viejas tejas rojas y un banco de piedra adosado al pequeño muro. Llevaba arrastrando los vaqueros, y ahora la humedad había trepado por ellos desde el suelo hasta las rodillas. Con un soplido de cansancio, cerró el paraguas.

En ese momento vio a una joven sentada en el extremo del banco. Llevaba puesto un vestido beige con un estampado discreto de pequeños motivos florales. No se había mojado. Su rostro se volvía hacia la izquierda de la carretera.

Joaquín se remangó la camisa para poder mirar su reloj digital. Llegaba cinco minutos tarde.

- ¿Ha pasado ya el número tres? - preguntó, acercándose a la chica.
- No, todavía no. Yo también estoy esperándolo.
- ¿El de Oviedo? - inquirió Joaquín, extrañado. Era un trayecto  largo el que pasaba por aquel pueblo de la provincia Madrid, pero la joven no llevaba equipaje. Temía haberse equivocado al mirar el número del autobús en la página web de la compañía de transportes.
- El mismo.

Alonso se encogió de hombros, como tantas veces había hecho en la vida. Quizás aquella chica planeaba escaparse de casa. En cualquier caso, le era indiferente. Se preguntó si le daría tiempo a fumarse un cigarrillo, y finalmente decidió sacar el paquete de tabaco.

Pasaron el cigarrillo y quince minutos y el autobús no venía. Joaquín Alonso, junto con su maleta, esperaba en el otro extremo del banco. Su mirada, perfilada de arrugas suaves y recién aparecidas, se hallaba perdida en el campo que tenía en frente, en el pueblo rural que dejaba tras de sí, para siempre. No sentía tristeza ni melancolía, simplemente le encantaba observar el verde recién bañado, degustar el olor a tierra mojada...

Pensando en verde bañado, escuchó un sollozo a su izquierda. Sorprendido, vio de reojo cómo la joven había empezado a llorar. La pobre chiquilla, con las manos temblorosas encerradas en guantes de tela granate, a juego con el estampado, sacó un pañuelo de su pequeño bolso y enterró la cara en él.
Joaquín Alonso volvió a encogerse de hombros, como tantas veces había hecho en la vida, y sacó su teléfono móvil del bolsillo para entretenerse. Tenía un sms en la bandeja de entrada que no tardó en contestar:

“No pasa nada, tío. Son cosas de la vida. No te preocupes por mí, estoy de puta madre. Esta noche ya estoy allí.”

Suspiró y se encendió otro cigarro. Veinte minutos después, la joven ya no sollozaba, pero sus ojos verdes seguían recién bañados en lágrimas.

- ¿Estás segura de que no ha pasado? - se atrevió a preguntar.

La chica asintió.

Joaquín Alonso se estaba poniendo nervioso. No sabía cómo actuar. Seguía lloviendo. Se sentía atrapado entre tantas gotas de agua, tanto fuera como dentro de la parada... Finalmente se puso en pie, algo torpe, y se acercó a ella.

- ¿Te encuentras bien?

La joven negó con la cabeza, todavía con el rostro vuelto hacia la izquierda de la carretera.

- Se me han acabado los pañuelos. - respondió.

Alonso tumbó su maleta sobre el suelo de cemento, la abrió y sacó otro paquete de pañuelos para ella.

- Gracias.
- De nada.

Se quedó allí de pie, indeciso.

- El próximo autobús no pasará hasta dentro de tres horas. - le informó, por primera vez, sosteniendo su mirada. El rímel se había mezclado con las lágrimas al borde de sus ojos.

Joaquín resopló, conteniendo una palabrota. Tres horas. ¿Qué demonios iba a hacer? Ya no podía volver a casa.

- No importa. - dijo agriamente, y se sentó a su lado.
- Supongo que no. - coincidió la chica.
- ¿Cómo te llamas?
- Paula.
- Encantado.
- Igualmente.

Paula se quedó observándole detenidamente, como si antes no se hubiera percatado de su presencia. Un pelo castaño se había quedado enganchado en la comisura de sus labios tristes.

- Ya que no tenemos nada que hacer, podrías contarme por qué llorabas. - propuso Joaquín Alonso, con una sonrisa amigable en la cara.
- Es una historia muy larga.
- Tenemos un rato muy largo.

Paula sonrió, pero su mirada verde seguía bañada en lágrimas.

- ¿Acaso entenderías algo?
- Soy arquitecto. Creo que algo podría entender.
- ¿Cuántos años tienes? - preguntó ella.
- Treinta y tres.
- Demasiado mayor para entender. - comentó Paula, divertida.
- No veo por qué. - contestó Joaquín, algo perplejo.
- Porque seguramente hayas pasado los años del fracaso. - respondió la joven.
- ¿Los años del fracaso?
- Los años en que todos los sueños adolescentes se derrumban y se rompen, partiendo con sus esquirlas a cada uno el corazón. Los años en que aparecen en este escenario universal por primera vez el conformismo y la resignación, el escepticismo y la vulgaridad, para aquellos pocos poquísimos que no han nacido ya con ellos, tan grandes defectos.

Hablaba tan claramente, disfrutando tanto cada palabra, que a Joaquín se le antojaba como si la chica estuviera leyendo en voz alta su libro favorito, sin un titubeo, sin trabarse nunca. Las palabras deberían tratarse siempre así, pensó Joaquín. Con cuidado, por si las caricias que las hacemos se convierten en arañazos. Desnudándolas, cariñosamente, armonizándolas, invocando su belleza y la complejidad de sus significados.

- Pues por cómo lloras, juraría que a ti te acaban de partir el corazón. ¿Es este el comienzo de tus años del fracaso? - arguyó Joaquín, un poco a la defensiva, pero sin contradecirla.
- ¿De verdad crees que quien ha inventado el término “años del fracaso” puede acabar cayendo en ellos? - Paula negó con la cabeza. - Mi historia es más compleja y más interesante que la de las amarguras de los adultos.
- Te escucho.

Y vaya que si escuchó. Las agujas de su reloj giraron y giraron, sin que él apenas se percatara. Sólo existía el espacio entre sus temblores de voz al contar la triste historia. Joaquín Alonso nunca olvidaría aquella tarde, atrapado entre gotas de agua, en verde recién mojado, en atmósfera de tierra húmeda. 

Cayó la noche, y por fin, el autobús número tres surgió de entre la oscuridad.

Paula se levantó y se puso a estirar su vestido. Con una sonrisa de inmensa alegría, se acercó a la puerta del autobús. Antes de que ésta se abriera, se volvió por última vez hacia Joaquín Alonso:

- ¿No vienes?

El hombre negó con la cabeza, incapaz de deshacer el nudo que tenía en la garganta.

- Que te vaya bien. - le deseó la chica.
- Igualmente. - consiguió responder.

Joaquín Alonso se quedó media hora mirando hacia la derecha de la carretera, allá donde el vehículo había desaparecido. No, no se iría con él.

Se levantó, sacó su paquete de tabaco, lo aplastó y lo tiró a la carretera. Ya no volvería a necesitarlo. Después reventó la piedra del mechero y también lo tiró.

Borró todos los sms de su bandeja de entrada. Volvería a casa. Le diría a su recién adquirida esposa que ya no iba a marcharse. Que había cambiado de idea. Quizás, si le contaba aquella larga y triste historia, le perdonara.

Solo tenía que empezar su vida de nuevo. Volver a empezar, sin caer en esos años de fracaso.

JC

miércoles, 17 de julio de 2013

Perdido.

Estar perdido en un laberinto.
Por cada pasillo un sentimiento.
No sé ni donde ir, ni de donde vengo;
Ya no sé ni por qué existo.
Me persiguen mil lamentos:
si me paro, me hundo de nuevo.
Solo puedo seguir recto,
perdido, entre estos muros.



Jack.

jueves, 4 de julio de 2013

Hoy.

Hoy este día de verano
se convierte en otro de invierno.
Hoy he perdido, en vano,
todas mis ansias de sueños.
Hoy te he soltado de la mano.
Hoy te dedico estos versos…


Jack.