Homenaje a Jane Austen
desde la más respetuosa
y cariñosa de las discrepancias
de una admiradora.
Kate no podía ni quería
seguir sumergida en aquella situación. Cada mañana y cada noche
observaba a Mary en la cama con el mismo camisón viejo, mirando
hacia la ventana como en un impulso febril, con una de sus blandas y
sudorosas manos apoyada en la suya. ¿Cómo podía ella explicarle lo
que en esa casa iba a acontecer, hacerle entender que había tantas
cosas que habían escapado a sus ojos y a su juicio que ella misma
era la causante de sus propios sufrimientos?
Pasaron semanas y se
despejaron los caminos. Hacía tiempo que ya no llovía, y cuando
Woodgate continuó sin visitarlas, dejando patente su desvergonzada
irresponsabilidad y delatando con este acto de mala educación todas
sus mentiras pasadas, Mary se vio obligada a abandonar la excusa que
la había sostenido hasta entonces. No por ello pudo mancillarse el
nombre del caballero en su presencia, y cuantos iban a visitarla
conservaban la prudencia de no derrotar el ánimo de la pobre joven
con su mención. Sin embargo, si por algún desliz o una
desafortunada casualidad esto ocurría, a Mary se le anegaban los
ojos en lágrimas y no disponía de otra solución que no fuera
volver el rostro y fingir indisposición.
Mary, que siempre había
sido su guía y su ejemplo, la enseñanza encarnada de como habían
de ser los buenos modales y la belleza natural, se había convertido
ahora en un espectro. Después de tantos días en su compañía, por
temor a dejarla sola entre fiebre y delirios, Kate se empapó tanto
de esta imagen enfermiza que acabó agradeciendo el no haber nacido
con la exaltada sensibilidad y la capacidad de amar con las que le
mundo había agraciado a Mary, por mucho que llevara admirando
durante años precisamente ambas cualidades.
Y es que, si bien era
cierto que Woodgate se había comportado de forma grosera, hipócrita
y mezquina, Mary no estaba exenta de culpa. Había pasado demasiado
tiempo encerrada en casa, colmada del cariño de unos padres
demasiado ciegos e indolentes, pasando tardes y tardes sumergida
entre libros y no dedicándose a otra cosa que a éste ocioso placer.
Y no eran otras que las frases que en tantas novelas románticas
había leído las que habían empañado su cordura y habían engañado
a su corazón. Si se hubiera comportado de manera más prudente, si
hubiese sido capaz de aceptar que su imagen del espejo no solo podía
despertar la ternura de los hombres sino también su lujuria, si
hubiera sido consciente de sus escasos recursos en cuanto a
posesiones y dinero, tal vez nada de aquello habría pasado. Woodgate
se habría marchado mucho antes, sin unas cartas humillantemente
emotivas y sin un mechón de su pelo.
Ahora Mary estaba
condenada a vagar contemplativamente el resto de años de su vida,
como bien llevaba haciendo aquel invierno, porque no quedaban ya
caballeros cuyas proposiciones no hubiese rechazado en nombre de
aquel hombre, y dispuestos a aceptar a una mujer sin herencia ninguna
ni el beneficio de libras mensuales.
Solo en estos momentos
de aflicción y enfermedad pudo comprender Kate cuán irresponsable
había sido su amiga, y cómo la sensibilidad y la pasión se pueden
volver contra una hasta romperle el alma a causa de la imprudencia y
de los bajos deseos de un solo hombre. Antes de partir, dejando a
Mary relativamente repuesta, aunque sin oportunidad de ser la vivaz y
alegre joven que había sido hasta entonces, se juró a sí misma que
nunca se comportaría de igual manera, y que aquellos días habrían
de servir como advertencia a un peligro al que podría haber estado
expuesta con la misma facilidad que ella.
Y lo cumplió. Kate no
se enamoró de su marido hasta que no se hubo casado con él, jamás
entregó ningún mechón de pelo a un caballero, ni escribió cartas
que pudieran comprometer su propio orgullo. Años más tarde, cuando
ella y su esposo pasaban algunos días con Mary, que seguía soltera
y de ese modo seguiría por siempre, o eso les parecía, una desagradable sorpresa
apareció por la ventana en el preciso instante en que nadie la
estaba mirando.
Era Woodgate. Así lo
delataban las alteradas facciones de Mary, quien no había olvidado
el ruido preciso de sus pasos en la entrada, ni había podido
desprenderse, después de años de soledad, de la imagen de su coche
en la puerta. En efecto, llamaron y ella abrió, y era él.
El modo en que se
saludaron deshizo el sentido de Kate para siempre. Nadie sabía
cómo había llegado, ni dónde había estado, ni por qué llevaba
tanto tiempo sin escribir, pero inexplicablemente, Woodgate estaba
allí, eso no se podía dudar, y apretó la mano de Mary con tanto
cuidado como si fuera de porcelana. Unos minutos más en su compañía,
unas explicaciones que todo lo esclarecían pero que a la envidiosa
mente de Kate no aportaron nada, y quedó demostrado y retratado a
sus propios ojos que el amor continuaba fiel, imperecedero e intacto.
Kate se ruborizó,
sintiéndose humillada como nunca antes, y volvió a ruborizarse por
su propia reacción. Se había equivocado gravemente, mucho más
gravemente que su amiga, y no porque no creyera en el amor, que no
había sido tan estúpida como para llegar a negar. No, se había
equivocado por pensar que era mejor elegir, que las cosas buenas no
excluían a las malas, que la prudencia era la mayor de todas las
virtudes, y que era más conveniente el sentido que la sensibilidad.
JC
“I come here with no expectations, only to profess, now that I am at liberty to do so, that my heart is and always will be yours.”
― Jane Austen, Sense and Sensibility
― Jane Austen, Sense and Sensibility