Recuerdo cuando era niña y me quedaba
mirando el campo. Solía hacerlo cuando volvía de casa de mis
amigas, en la misma calle. Caminaba por la acera – era mejor si
hacía frío – y me perdía esquivando las hojas de los chopos en
la noche, divagaba hacia las luces de la autopista. Me imaginaba
corriendo por esas parcelas olvidadas, totalmente a oscuras,
completamente helada. Soñando que quizás había algo al otro lado,
detrás de las luces de la carretera; soñando que, tarde o temprano,
oiría el rebuzno de un caballo y sentiría su cálido aliento frente
a mi sombra. Y podría montarlo, e irme lejos, y encontrar cosas
maravillosas, como en los cuentos. Pero nunca llegaba a esbozar esa
parte: me detenía en la imagen de mí misma corriendo, libre, hacia
algún sitio...
Han pasado muchos años desde entonces,
pero no he perdido esa costumbre. Salgo a correr por caminos
empedrados, y paso por debajo de la circunvalación, dejando atrás
las luces de la carretera – que en esos momentos están apagadas,
porque es de día – para poder mirar esas parcelas olvidadas sin
nada que las oculte, abarcar con los ojos su máxima extensión, ver
cómo lamen la falda de La Mujer Muerta. La cúpula de nubes, como
una enorme ola que choca y araña una orilla que no tiene fin, sobre
mis pestañas. El aliento gastado de una carrera, los brazos desnudos
y en cruz, aun pasando vergüenza. El viento furioso y desatado en
campo abierto luchando contra cada uno de los poros de mi piel. La
lluvia dolorosamente fría empapando mi alma hasta los pies.
Y en medio de esa demostración
natural, sentir graciosamente que no eres nada ni nadie, a penas una
exhalación en la vida de esa montaña. Y que te crezca como un vacío
en el pecho, como un anhelo de deshacerte de ti misma, para poder
arreciar en esas laderas, como la lluvia... Para ser como ellas, para
ser lo más puro, lo más eterno, lo más verdadero, para esparcirte
entre las hierbas como rota en mil esquirlas que corten la tela del
tiempo.
No soy más que una parte ínfima, que
un alma condenada a observar toda la belleza que ella misma no posee,
a sufrir su perennidad entre la eternidad de lo que la sostiene, a
saborear lo que ella nunca podrá llegar a ser.
Qué condena más dulce, la de ser una
gota que salta del mar para poder mirarlo, y luego volver a caer.
Qué misión tan maravillosa.
JC