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miércoles, 26 de abril de 2017

Saturday photo.

Te imagino sentada al borde de la cama, desalentada, desesperada por el contraluz de bloques de edificios colosales. Cuántos reflejos de ti se sentarán en camas parecidas, cuántos adosados a esa imagen, tan tristes, tan contaminadamente tristes, pensarán que no lo son, que son felices. Y que Madrid no es una incubadora, una camilla blanca sin desinfectante en la sala repetida de un hospital infinito.

Te veo enferma y tan cansada, que el sueño huye de ti, y se ha borrado de ti la dedicatoria de mi libro. Tus libros han perdido sus títulos, y conforme se alargan las sombras, se vuelve anaranjada la luz de las farolas, que los vuelve ilegibles. No recuperarán su sentido mañana, ni tampoco pasado.

Así te imagino en tu distanciamiento. Falta un mensaje, una llamada mía al final de este día, que ignorarás para no traicionar el estatismo de tu propia imagen. Podría razonar contigo para que me respondas. Montones de palabras. Turnos de semáforo, acelerones, humo, mala música ahogada. Verde, rojo, ceda el paso.

Te echo de menos. - Cuatro de la tarde. Ni me respondas nada. - Siete de la mañana.

Veo tu reflejo. Los pacientes en sus habitaciones de pisos unifamiliares. Pero yo no reflejo, soy opaca. ¿Puedes imaginarme? ¿Llegaste a conocerme? Montones de palabras. Soy opaca. Ya no puedes verme. Guardo a salvo del ruido todos nuestros secretos, y plegadas las canciones, para que no se ahoguen en tus cuatro paredes. Imagíname a oscuras.

Debajo de esa cama habrá alguna maleta. Dejarás a Madrid ensordeciéndote, ensordecida. Sin lo que se hayan inventado sobre mí. Dentro de un tiempo olvidarás por qué, qué te dijeron, o qué malinterpretaste. Y recordarás, espero que recuerdes, la grieta que mirabas al borde de la cama. Una grieta entre fachadas, y bloques de edificios colosales. Ni te describo, ni escribo para ti: el último reflejo dorado de un barrio de Madrid.


Me escribo a mí.

JC


viernes, 21 de abril de 2017

No son espejos, son puertas.

En la medina de Rabat compré un espejo con forma de puerta, hojas y pomo. La madera huele a humedad - “humedad” sirve para describir un mar gris, una pantalla de polvo, unos muros de adobe- y el cristal es tan basto que no refleja nada. Está sucio, o es opaco, me da igual.

Para mirarse en él, primero hay que colgarlo a la altura de los ojos -no habría una puerta ahí, de ninguna manera-, abrir las hojas y pasar un paño. La entrada es tan estrecha que, por ella, solo se asoma medio rostro. Quien se mira en él no puede peinarse, ni tan siquiera ponerse unos pendientes; quien lo usa no comprueba su apariencia, y antes de llegar a verse tiene que pasar por las piedras, los dibujos y los grabados que conforma el metal del dintel, o del marco.

No sé si es más frustrado el deseo de mirarse o de marcharse a alguna parte. Tampoco lo sabía la niña que corría por la mezquita de Córdoba, esperando estrellarse contra un pasillo de espejos que, mirados frente a frente, se multiplicaban. Ni siquiera sé por qué era tan decepcionante no verse, o por qué lo habría sido no poder correr, no atravesarlos.

Si colgara el espejo -si llegara a abrir las puertas-, no vería nada. Solo olería otra vez la medina de Rabat. Mantendré las puertas cerradas, el espejo sin colgar, para no sentir de nuevo la llamada del mar, la tracción dominante de las olas, las ganas de ahogarme, o de nadar. Para no asomarme al vacío infinito, al milagro del número; a las delicadas operaciones que nos contienen, sin explicarnos,y que simplemente son, sin que entendamos.


No veo. Corro.  

JC


domingo, 9 de abril de 2017

Tardes de domingo.

Tarde lluviosa, la niebla que invade las calles camufla las figuras de las personas al caminar.

La luz de un solitario bar se proyecta en la acera. No se ve a nadie en el interior, un desconocido decide pasar. El camarero, solo en la barra, esta secando unos vasos con un trapo, cuando ve al desconocido entrar:

- Buena tarde para tomar algo en soledad ¿Qué desea? – saludó el camarero.
- Un poco de inquietud en una vida usual.
- El agua que no fluye se estanca. Aquí tiene, ¿con hielo? – le respondió el camarero, ofreciéndole un vaso vacío.
- Sin. Bastante hondo me ha calado el agua de esta lluvia que no tiene fin.
- Eso ya lo veo en su atavío, sin embargo hay algo en su mirada que la lluvia no ha conseguido mojar– El camarero sacó un segundo vaso, llenando ambos con un licor espeso y oscuro. – le acompañaré su soledad con mi soledad.
- Será la esperanza de encontrar algo entre todo lo perdido – dijo el desconocido tomando un sorbo del licor.
- A veces hay que perder y perderse entre mil gotas de lluvia para encontrarse a uno mismo.
- Temo encontrarme con un monstruo dormido, ¿qué halló usted tras tantos vasos servidos?
- Mañanas de sueños por cumplir, tardes de encuentros entre viejos amigos, noches de insomnio que aún perduran. Sin embargo, veo que aquel niño dolido por su pasado, sigue buscando sentido en vez de disfrutar del camino.
- Y gracias a eso mantenemos este rito cada domingo.


Ami y Jack.