Te imagino sentada al borde de la cama,
desalentada, desesperada por el contraluz de bloques de edificios
colosales. Cuántos reflejos de ti se sentarán en camas parecidas,
cuántos adosados a esa imagen, tan tristes, tan contaminadamente
tristes, pensarán que no lo son, que son felices. Y que Madrid no es
una incubadora, una camilla blanca sin desinfectante en la sala
repetida de un hospital infinito.
Te veo enferma y tan cansada, que el
sueño huye de ti, y se ha borrado de ti la dedicatoria de mi libro.
Tus libros han perdido sus títulos, y conforme se alargan las
sombras, se vuelve anaranjada la luz de las farolas, que los vuelve
ilegibles. No recuperarán su sentido mañana, ni tampoco pasado.
Así te imagino en tu distanciamiento.
Falta un mensaje, una llamada mía al final de este día, que
ignorarás para no traicionar el estatismo de tu propia imagen.
Podría razonar contigo para que me respondas. Montones de palabras.
Turnos de semáforo, acelerones, humo, mala música ahogada. Verde,
rojo, ceda el paso.
Te echo de menos. - Cuatro de
la tarde. Ni me respondas nada. - Siete de la mañana.
Veo tu reflejo. Los pacientes en sus
habitaciones de pisos unifamiliares. Pero yo no reflejo, soy opaca.
¿Puedes imaginarme? ¿Llegaste a conocerme? Montones de palabras.
Soy opaca. Ya no puedes verme. Guardo a salvo del ruido todos
nuestros secretos, y plegadas las canciones, para que no se ahoguen
en tus cuatro paredes. Imagíname a oscuras.
Debajo de esa cama habrá alguna
maleta. Dejarás a Madrid ensordeciéndote, ensordecida. Sin lo que
se hayan inventado sobre mí. Dentro de un tiempo olvidarás por qué,
qué te dijeron, o qué malinterpretaste. Y recordarás, espero que
recuerdes, la grieta que mirabas al borde de la cama. Una grieta entre
fachadas, y bloques de edificios colosales. Ni te describo, ni
escribo para ti: el último reflejo dorado de un barrio de Madrid.
Me escribo a mí.
JC