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viernes, 2 de agosto de 2013

Todos somos Dorian Gray.


El escaso pelo blanco, sin peinar, deja al descubierto la mayor parte de un cráneo envejecido, con manchas, y se permite caer en dos largas patillas junto a las sobresalientes orejas. Le miras las manos a ese pobre diablo, y ves que la piel ya cuelga de ellas de forma flácida, pálida, y que incluso la pelusa que las recubre es también canosa. Te imaginas tomando esas manos y, al punto, un escalofrío sacude tu columna. Su columna.

Pobre, pobre y viejo diablo. Sentado en una silla, con un elegante traje negro que parece más bien un disfraz. Como los ridículos impermeables que les ponen a los perros. La piel que esconde ese traje ya no sabe ni lo que la está cubriendo. No hay hombre en esa silla al que se pueda trajear. Su carne informe apenas puede sostenerse bajo la ropa, y se va cayendo silla abajo, como derritiéndose, como se escurre el magma bajo nuestras sólidas aceras. Es todo apariencia.

Sonríe, todavía tiene dentadura. Quiere hablar contigo, y lo hace con una voz sorprendentemente joven, aunque avinagrada. Te cuenta muchas cosas, pero no recuerdas una palabra. Solo sientes cómo el miedo emerge desde una semilla en tu estómago, y crece como se despereza una enorme serpiente, solo que dentro de ti. Y echa unas ramas desnudas y deshojadas que azotan y se meten entre tus costillas, y te arañan por debajo de la piel, hasta que envuelven tus pulmones y te asfixian. Mientras tanto, sus ojos saltones, azules, inyectados en sangre, mantienen presa a tu mirada de la suya. La angustia llega a la altura de tu corazón, pero no se digna a tocarlo, porque está sucio, viscoso, empapado, es venenoso incluso hasta para su veneno. Por un momento, deseas que esa serpiente y ese árbol que te ahogan se lo coman, lo estrujen, lo destrocen, para no sentir un latido más, una campanada más que sacuda los lagos de ponzoña de tu cuerpo.

Pobre, pobre diablo el que te mira.

De una patada, rompes el espejo, y en cada fragmento y esquirla, como en miniatura, ves al viejo levantarse y marcharse. Ya no está, ya se fue. Mientras recuperas el aliento, te estiras las mangas de la camisa y revisas sus gemelos. Acaricias tu traje negro para sacudirle el polvo y te levantas. Te habría gustado abrazar a ese pobre diablo, quitarle su disfraz, cortarle el pelo, meterle en la bañera, y cuidarlo, y convertirlo en un anciano dulce y filosófico. Pero, cada vez que piensas en tocarle, un escalofrío sacude tu columna. Ya es tarde, piensas. No merece la pena. No es real.

Tu cuerpo está perfectamente. Terso y joven. Y tu alma está encerrada en él, y no se ve, no es cosa suya. ¿Por qué aún tienes ganas de echarte a llorar como un niño? ¿por qué aún ves arrugas en tus manos, por qué ves aún tu alma desgastada en cada espejo?

Te mueres, lo sabes. Te estás matando tú solo. Alma y cuerpo, caricias y manos, cielo y alas. Inútiles los unos sin los otros.
Pero tú sigues pensando que son dos cosas distintas. Y cuando la voz de tu conciencia termine de envejecer y de morirse, y se apague, los latidos de tu corazón seguirán sacudiéndote, no te preocupes. Estarán ahí, como el eco vacío de un túnel solitario; como el apagado murmullo de un vagabundo en una noche de invierno; como el silbido constante de una máquina que alguien ha dejado encendida inútilmente.

JC