El escaso pelo blanco,
sin peinar, deja al descubierto la mayor parte de un cráneo
envejecido, con manchas, y se permite caer en dos largas patillas
junto a las sobresalientes orejas. Le miras las manos a ese pobre
diablo, y ves que la piel ya cuelga de ellas de forma flácida,
pálida, y que incluso la pelusa que las recubre es también canosa.
Te imaginas tomando esas manos y, al punto, un escalofrío sacude tu
columna. Su columna.
Pobre, pobre y viejo
diablo. Sentado en una silla, con un elegante traje negro que parece
más bien un disfraz. Como los ridículos impermeables que les ponen
a los perros. La piel que esconde ese traje ya no sabe ni lo que la
está cubriendo. No hay hombre en esa silla al que se pueda trajear.
Su carne informe apenas puede sostenerse bajo la ropa, y se va
cayendo silla abajo, como derritiéndose, como se escurre el magma
bajo nuestras sólidas aceras. Es todo apariencia.
Sonríe, todavía tiene
dentadura. Quiere hablar contigo, y lo hace con una voz
sorprendentemente joven, aunque avinagrada. Te cuenta muchas cosas,
pero no recuerdas una palabra. Solo sientes cómo el miedo emerge
desde una semilla en tu estómago, y crece como se despereza una
enorme serpiente, solo que dentro de ti. Y echa unas ramas desnudas y
deshojadas que azotan y se meten entre tus costillas, y te arañan
por debajo de la piel, hasta que envuelven tus pulmones y te
asfixian. Mientras tanto, sus ojos saltones, azules, inyectados en
sangre, mantienen presa a tu mirada de la suya. La angustia llega a
la altura de tu corazón, pero no se digna a tocarlo, porque está
sucio, viscoso, empapado, es venenoso incluso hasta para su veneno.
Por un momento, deseas que esa serpiente y ese árbol que te ahogan
se lo coman, lo estrujen, lo destrocen, para no sentir un latido más,
una campanada más que sacuda los lagos de ponzoña de tu cuerpo.
Pobre, pobre diablo el
que te mira.
De una patada, rompes el
espejo, y en cada fragmento y esquirla, como en miniatura, ves al
viejo levantarse y marcharse. Ya no está, ya se fue. Mientras
recuperas el aliento, te estiras las mangas de la camisa y revisas
sus gemelos. Acaricias tu traje negro para sacudirle el polvo y te
levantas. Te habría gustado abrazar a ese pobre diablo, quitarle su
disfraz, cortarle el pelo, meterle en la bañera, y cuidarlo, y
convertirlo en un anciano dulce y filosófico. Pero, cada vez que
piensas en tocarle, un escalofrío sacude tu columna. Ya es tarde,
piensas. No merece la pena. No es real.
Tu cuerpo está
perfectamente. Terso y joven. Y tu alma está encerrada en él, y no
se ve, no es cosa suya. ¿Por qué aún tienes ganas de echarte a
llorar como un niño? ¿por qué aún ves arrugas en tus manos, por
qué ves aún tu alma desgastada en cada espejo?
Te mueres, lo sabes. Te
estás matando tú solo. Alma y cuerpo, caricias y manos, cielo y
alas. Inútiles los unos sin los otros.
Pero tú sigues pensando
que son dos cosas distintas. Y cuando la voz de tu conciencia termine
de envejecer y de morirse, y se apague, los latidos de tu corazón
seguirán sacudiéndote, no te preocupes. Estarán ahí, como el eco
vacío de un túnel solitario; como el apagado murmullo de un
vagabundo en una noche de invierno; como el silbido constante de una
máquina que alguien ha dejado encendida inútilmente.
JC