Me muevo en el espectro límite de la
luz,
en el iridiscente incierto
que perfila las curvas de la tierra;
no sé si estoy viva o muerta,
pero llevo agrietada una sonrisa
que esculpió la noche helada de
Castilla.
He colmado mis ojos del verde
de las charcas traicioneras de Bécquer,
y he interrumpido los duelos de miradas
que se dirigían entre dos montañas
a través de la llanura, frente a
frente,
por llevarles el velo crepuscular del
alma.
En mi pecho fibrilan los relámpagos
como en el interior de una catedral
y cuando me sacudo en sueños el mismo
cielo se apaga para dejarme descansar;
¿has visto tú la oscuridad total, has
soportado
el cuerpo de la atmósfera tirado sobre
el tuyo?
No siento ya la lluvia, el viento,
ni el paso del tiempo; mi amor es viudo
siempre
y no existe tan larga la centuria de un
árbol
como para poder llegarme a conquistar.
Pero las piedras me arrullan desde el
suelo
llamándome a que vuelva a su lugar.
No sé quién soy ni quién he sido,
dejé mis recuerdos arropando a los
pájaros
y la ropa para caminar cruda, desnuda,
por la sonrisa del mar, por los páramos
en los que se sucede, rocosa y dormida
la espalda de un gigante colosal.
No tengo miedo a nada, ya ni siento,
la risa es caricia, llorar no
significa; ni lamento
si bailo con los pies en los incendios
y me miro en los charcos de recuerdos
con gracia de niña, con mueca de diosa
deseosa de rasgarse, romperse a la
mitad.
Solo camino, espero, ansío,
a solas por el mundo, contemplando
a las estrellas distanciarse como
viejos amigos,
cómo envejece el océano, el tiempo,
cómo destiñen los últimos
crepúsculos,
cómo todo se acaba, cómo deseo que
llegue su final,
cómo muerdo la muerte, cómo duele
soñar.
JC