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domingo, 20 de agosto de 2017

La mujer muerta

Hoy he llegado a ti.

Te he encontrado despierta, fingiendo que dormías, apurando la luz blanca en tu cama, escondida. He aprendido de memoria tus posturas, el dibujo de tus brazos doblados contra la almohada; la curva redonda de tu codo, y las caídas afiladas de tus manos. Qué larga, qué extensa eres; cómo arropas mi rostro entre la superficie suave de tu vientre. Cómo me hiela los dedos el agua rociada de tus curvas, qué frío es el beso contra la roca dura. Tus sábanas pinchan, crujen, y soplan; por ellas asoman las ramas espinosas. Quiero abrazarte tanto que trepo por tu cuello, y no te alcanzo, y tiro de tu pelo, y me enredo, y al asirme noto la tierra debajo de las uñas.

Déjame aquí, derrotada sobre ti, minúscula, en tu cama infinita. El Universo, redondo, se cifra en una línea; la tierra está encima y el cielo, debajo de mí. Renuncio a las coordenadas a cambio del enigma. Presiento el viento que viene a descubrirme desnuda, el viento que vibra por dentro de tu caja torácica. No escucho nada. Solo te siento a ti.

Por fin respondo a la lenta llamada de tu cuerpo, a la promesa muda de tu presencia. Eres mi único alivio, la anulación deseable de mi cuerpo. Me consuelas del miedo, del ruido; detienes el aire sofocante que me mueve, desprendes de mi piel el olor a mi piel. Me consuelas de la muerte y del vacío y de la vida; y me consolarás para siempre, porque tú sola existes, y yo me muero, me desvanezco sobre el suelo de un bosque más viejo que la muerte.

JC