No quiero volver a casa.
En el ascensor, coincidiré conmigo
y tendré que mirarme durante cinco
pisos,
y pensaré en todos los poemas que me
escribo.
No quiero que el espejo del baño le
responda,
la verdad no sabe bien a las seis de la
mañana.
He aprendido a disfrutar -del rugido
de un tren envejecido.-
De la mirada tibia de quien entra a
trabajar
entre el día y la noche. Sus
uniformes, lento desfile desganado de
[disfraces.
He aprendido a buscar el descanso
rutilante en un hombro rectilíneo
por encima de una cama perfectamente
plana, apetecible al muro
y a quien sabe quedarse dentro del cine
blanco.
He aprendido a suscitar -que se
pregunten si somos o no novios-
aunque a la gente que madruga le
importe poco
y quien trasnocha dé por dado que lo
somos.
He aprendido el arte -del maltrato a
la costumbre-
y la contradicción, y la
contraprudencia contra todo sentido
-que me dejen en paz, que me dejen en
paz-.
He aprendido a deslizarme en la
pantalla congelada de aire;
aunque me muerda las piernas, y me
agriete la boca
sin que duela, porque no siente ni
padece mi vestido elegante.
Añoro absurdamente a quien me ayude a
no volver a casa
y prefiera convertir la calle en casa
con el ego hamletiano de fingir que
sabe.-Sí, lee tú-
Y he aprendido a cantar ruido, a andar
sin caminar,
a desvelarme agotada y a dormir sin
sueños,
a bailar en la cama y a recibir insomne
la inevitable decepción del
desenlace.
Que cuando llegue a casa – repetición
cansina, fracaso inevitable-
escribiré tonterías en versículos
porque es la única manera de -ahora
sí- mirarme:
Me difumina la belleza frágil de la
pobreza,
de la consoladora suciedad de la noche.
JC
Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.
"Contra Jaime Gil de Biedma."