Joaquín Alonso llegó a
la parada de autobús dos minutos después de que comenzara el
aguacero de verano. Ésta parecía ser muy antigua, con un techo de
viejas tejas rojas y un banco de piedra adosado al pequeño muro.
Llevaba arrastrando los vaqueros, y ahora la humedad había trepado
por ellos desde el suelo hasta las rodillas. Con un soplido de
cansancio, cerró el paraguas.
En ese momento vio a una
joven sentada en el extremo del banco. Llevaba puesto un vestido beige con un estampado discreto de pequeños motivos florales. No se había
mojado. Su rostro se volvía hacia la izquierda de la carretera.
Joaquín se remangó la
camisa para poder mirar su reloj digital. Llegaba cinco minutos
tarde.
- ¿Ha pasado ya el
número tres? - preguntó, acercándose a la chica.
- No, todavía no. Yo
también estoy esperándolo.
- ¿El de Oviedo? -
inquirió Joaquín, extrañado. Era un trayecto largo el que pasaba por aquel pueblo de la provincia
Madrid, pero la joven no llevaba equipaje. Temía haberse
equivocado al mirar el número del autobús en la página web de
la compañía de transportes.
- El mismo.
Alonso se encogió de
hombros, como tantas veces había hecho en la vida. Quizás aquella chica planeaba escaparse de casa. En
cualquier caso, le era indiferente. Se preguntó si le daría tiempo
a fumarse un cigarrillo, y finalmente decidió sacar el paquete de
tabaco.
Pasaron el cigarrillo y
quince minutos y el autobús no venía. Joaquín Alonso, junto con su
maleta, esperaba en el otro extremo del banco. Su mirada, perfilada de arrugas
suaves y recién aparecidas, se hallaba perdida en el campo que tenía
en frente, en el pueblo rural que dejaba tras de sí, para siempre.
No sentía tristeza ni melancolía, simplemente le encantaba observar
el verde recién bañado, degustar el olor a tierra mojada...
Pensando en verde
bañado, escuchó un sollozo a su izquierda. Sorprendido, vio de
reojo cómo la joven había empezado a llorar. La pobre chiquilla,
con las manos temblorosas encerradas en guantes de tela granate, a
juego con el estampado, sacó un pañuelo de su pequeño bolso y
enterró la cara en él.
Joaquín Alonso volvió
a encogerse de hombros, como tantas veces había hecho en la vida, y
sacó su teléfono móvil del bolsillo para entretenerse. Tenía un
sms en la bandeja de entrada que no tardó en contestar:
“No pasa nada, tío.
Son cosas de la vida. No te preocupes por mí, estoy de puta madre.
Esta noche ya estoy allí.”
Suspiró y se encendió
otro cigarro. Veinte minutos después, la joven ya no sollozaba, pero
sus ojos verdes seguían recién bañados en lágrimas.
- ¿Estás segura de
que no ha pasado? - se atrevió a preguntar.
La chica asintió.
Joaquín Alonso se
estaba poniendo nervioso. No sabía cómo actuar. Seguía lloviendo.
Se sentía atrapado entre tantas gotas de agua, tanto fuera como
dentro de la parada... Finalmente se puso en pie, algo torpe, y se
acercó a ella.
- ¿Te encuentras
bien?
La joven negó con la
cabeza, todavía con el rostro vuelto hacia la izquierda de la
carretera.
- Se me han acabado
los pañuelos. - respondió.
Alonso tumbó su maleta
sobre el suelo de cemento, la abrió y sacó otro paquete de pañuelos
para ella.
- Gracias.
- De nada.
Se quedó allí de pie,
indeciso.
- El próximo autobús
no pasará hasta dentro de tres horas. - le informó, por primera
vez, sosteniendo su mirada. El rímel se había mezclado con las
lágrimas al borde de sus ojos.
Joaquín resopló,
conteniendo una palabrota. Tres horas. ¿Qué demonios iba a hacer?
Ya no podía volver a casa.
- No importa. - dijo
agriamente, y se sentó a su lado.
- Supongo que no. -
coincidió la chica.
- ¿Cómo te llamas?
- Paula.
- Encantado.
- Igualmente.
Paula se quedó
observándole detenidamente, como si antes no se hubiera percatado de su
presencia. Un pelo castaño se había quedado enganchado en la
comisura de sus labios tristes.
- Ya que no tenemos
nada que hacer, podrías contarme por qué llorabas. - propuso
Joaquín Alonso, con una sonrisa amigable en la cara.
- Es una historia muy
larga.
- Tenemos un rato muy
largo.
Paula sonrió, pero su
mirada verde seguía bañada en lágrimas.
- ¿Acaso entenderías
algo?
- Soy arquitecto. Creo
que algo podría entender.
- ¿Cuántos años
tienes? - preguntó ella.
- Treinta y tres.
- Demasiado mayor
para entender. - comentó Paula, divertida.
- No veo por qué. -
contestó Joaquín, algo perplejo.
- Porque seguramente
hayas pasado los años del fracaso. - respondió la joven.
- ¿Los años del
fracaso?
- Los años en que
todos los sueños adolescentes se derrumban y se rompen,
partiendo con sus esquirlas a cada uno el corazón. Los años en que
aparecen en este escenario universal por primera vez el conformismo
y la resignación, el escepticismo y la vulgaridad, para aquellos
pocos poquísimos que no han nacido ya con ellos, tan grandes
defectos.
Hablaba tan claramente,
disfrutando tanto cada palabra, que a Joaquín se le antojaba como si
la chica estuviera leyendo en voz alta su libro favorito, sin un
titubeo, sin trabarse nunca. Las palabras deberían tratarse siempre
así, pensó Joaquín. Con cuidado, por si las caricias que las
hacemos se convierten en arañazos. Desnudándolas, cariñosamente,
armonizándolas, invocando su belleza y la complejidad de sus
significados.
- Pues por cómo
lloras, juraría que a ti te acaban de partir el corazón. ¿Es este
el comienzo de tus años del fracaso? - arguyó Joaquín, un poco a
la defensiva, pero sin contradecirla.
- ¿De verdad crees
que quien ha inventado el término “años del fracaso” puede
acabar cayendo en ellos? - Paula negó con la cabeza. - Mi historia
es más compleja y más interesante que la de las amarguras de los
adultos.
- Te escucho.
Y vaya que si escuchó.
Las agujas de su reloj giraron y giraron, sin que él apenas se
percatara. Sólo existía el espacio entre sus temblores de voz al
contar la triste historia. Joaquín Alonso nunca olvidaría aquella
tarde, atrapado entre gotas de agua, en verde recién mojado, en
atmósfera de tierra húmeda.
Cayó la noche, y por fin, el autobús
número tres surgió de entre la oscuridad.
Paula se levantó y se
puso a estirar su vestido. Con una sonrisa de inmensa alegría, se
acercó a la puerta del autobús. Antes de que ésta se abriera, se
volvió por última vez hacia Joaquín Alonso:
- ¿No vienes?
El hombre negó con la
cabeza, incapaz de deshacer el nudo que tenía en la garganta.
- Que te vaya bien. -
le deseó la chica.
- Igualmente. -
consiguió responder.
Joaquín Alonso se quedó
media hora mirando hacia la derecha de la carretera, allá donde el
vehículo había desaparecido. No, no se iría con él.
Se levantó, sacó su
paquete de tabaco, lo aplastó y lo tiró a la carretera. Ya no
volvería a necesitarlo. Después reventó la piedra del mechero y
también lo tiró.
Borró todos los sms de
su bandeja de entrada. Volvería a casa. Le diría a su recién
adquirida esposa que ya no iba a marcharse. Que había cambiado de
idea. Quizás, si le contaba aquella larga y triste historia, le
perdonara.
Solo tenía que empezar
su vida de nuevo. Volver a empezar, sin caer en esos años de
fracaso.
JC