Un tren de vagones rojos, tan
brillantes que oscurecen al propio sol, se pone en marcha justo
cuando una fina línea de luz asoma tímidamente por el horizonte. El
traqueteo de las ruedas de oro ahoga las voces de los familiares que
se despiden en la estación y de los pasajeros que agitan las manos
tras las limpias ventanillas.
Cuando el tren termina de arrancar,
el ruido se convierte en un suave zumbido que ni siquiera advierte el
pasajero más quisquilloso.
Y dentro fiestas, y risas, y mejillas
coloradas, y ojos brillantes. Una mano que desciende dubitativa,
lenta, sobre una espalda. Un aliento abrasador y agradable, una
presencia cada vez más cercana...
Pero los vagones rojos se
tornan negros, sin dejar rastro de la pintura de fuego que antes
los había caracterizado. El oro de las ruedas se derrite,
descubriendo hierro oxidado y punzante. El suave zumbido se convierte
en un chirrido aterrador. El sol se pone, y con el abandono de su
último rayo de luz, aparece el color solitario de la obsidiana, la
sangre del cielo, espesa, oscura.
Y las vías se acaban, y con
ellas, lo hacen las risas, y las mejillas coloradas, y los ojos
brillantes. Una mano que abandona, dejando sólo frío, la espalda.
Un aliento abrasador que se congela.
El tren descarrila y cae y se
hunde en la oscuridad.
JC
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