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jueves, 30 de agosto de 2012

Metáfora.


Un tren de vagones rojos, tan brillantes que oscurecen al propio sol, se pone en marcha justo cuando una fina línea de luz asoma tímidamente por el horizonte. El traqueteo de las ruedas de oro ahoga las voces de los familiares que se despiden en la estación y de los pasajeros que agitan las manos tras las limpias ventanillas. 
Cuando el tren termina de arrancar, el ruido se convierte en un suave zumbido que ni siquiera advierte el pasajero más quisquilloso. 
Y dentro fiestas, y risas, y mejillas coloradas, y ojos brillantes. Una mano que desciende dubitativa, lenta, sobre una espalda. Un aliento abrasador y agradable, una presencia cada vez más cercana...



Pero los vagones rojos se tornan negros, sin dejar rastro de la pintura de fuego que antes los había caracterizado. El oro de las ruedas se derrite, descubriendo hierro oxidado y punzante. El suave zumbido se convierte en un chirrido aterrador. El sol se pone, y con el abandono de su último rayo de luz, aparece el color solitario de la obsidiana, la sangre del cielo, espesa, oscura.
Y las vías se acaban, y con ellas, lo hacen las risas, y las mejillas coloradas, y los ojos brillantes. Una mano que abandona, dejando sólo frío, la espalda. Un aliento abrasador que se congela.
El tren descarrila y cae y se hunde en la oscuridad.
JC

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