Son balazos del pasado envueltos en
cianuro del presente lo que hoy siento atravesarme. El veneno del
temor, la semilla, la mordedura del monstruo del que se esconden los
niños. Y pierdes, vaya que si pierdes. Es como un lento paro cardíaco, como un último aliento imperecedero. Quieres morir y no puedes. No quieres matar y matas.
Cada disparo es una repulsiva náusea. Cada noche deseas que te asesinen mientras duermes. Pero no sucede, y cada día retrocedes, sin querer volverte y echar a correr, pero tampoco queriendo poner los brazos en cruz esperando a que un tanque te atropelle. Al principio la guerra era una motivación idílica, ahora es un enloquecedor descenso. Es el descenso de las gotas de
sangre en la ropa, la lenta muerte de su viaje, el avance del cuerpo
cada vez más menguante, que deja parte de su alma tras de sí. Sin
poder volver atrás, sin querer seguir consumiéndose.
Es tan poco lo que nos queda, y tanto
lo que nos pueden quitar si nos rendimos. Es tan pobre la rabia como
razón de ser, la rabia que te levanta, la rabia que te viste y te
lava todos los días, la rabia que te da de comer. Nuestra rabia es
tan pequeña que cabría en la boca de su ambición.
Llega un punto en el que no puedes
retroceder más. Es entonces cuando la gota llega al suelo y se
pierde entre la arena que te obligan a morder, cuando la rabia que te
alimentaba te hace morir de inanición. Es el fin último de tu paro
cardíaco y de tu aliento, pero tú no lo sientes porque ya no existes.
JC
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