La lluvia es la vida.
Por eso hay gente a la que le escuece, y por eso se refugian bajo
esos incómodos y aparatosos manojos de plástico con metal. Porque
no quieren que sus rancias y finas cáscaras se empapen y pierdan la
forma, y en cuanto llegan a casa se tienden a secar. Es peligroso que
la cáscara se les resbale: puede que su anodina alma escape y su
composición se mezcle con la del resto de la mediocre atmósfera.
Hay unas pocas personas
que reniegan de esos inservibles manojos de hierro y tela artificial,
y son aquellas que tienen un fruto dentro de la cáscara. A veces
cuando empieza a llover, no huyen, y dejan que el agua les empape y
les quite el rígido envoltorio que llevan puesto, desnudándolas,
porque saben que dentro de ellos hay algo más que aire, y que no se
van a disolver.
¿Alguien alguna vez se
ha preguntado qué es lo que pasa cuando llueve? Siempre andamos
mirando al suelo, para que no se nos moje la cara, o simplemente nos
tapa la visión ese armatoste al que me he referido ya dos veces. En
realidad, no sabemos lo que pasa cuando llueve, a no ser que miremos
por la ventana, pero entonces solo vemos lo que siempre está a
nuestro alcance, y eso es precisamente lo que carece de valor.
Yo creo que lo que pasa
cuando llueve es lo que siempre pensamos que nunca pasa. Muchos
alquimistas han buscado durante toda una vida la misma fórmula, y
otros, durante esta, han estado peleando contra el tiempo por el oro,
por los más divinos tesoros, por las mujeres más bellas y los más
grandes hallazgos, y no reparan en que esa vida que gastan, esa vida
que les hace falta, está en la lluvia. Si ellos supieran...
Cuentan que, una vez,
hubo alguien que supo, un hombre que un día salió a la lluvia. Pero
no se quedó en la ciudad, sino que siguió los caminos del ocaso,
los mismos que Antonio Machado, y se dirigió hacia donde la lluvia
siempre quiere caer, hacia donde el suelo siempre quiere recibirla.
Cuentan que ese hombre
no dejó de andar bajo la lluvia hasta que todo lo que le rodeó fue
de color verde. Al fin y al cabo, el verde es el color de la magia.
El cielo, sin embargo, era una mezcla de blanco, de gris y de negro,
y el negro se oponía al blanco, pero existía gracias a él, y ambos
pasaban a ser gris, como bien decía Hegel, en armónica evolución.
Lo importante es que
aquel hombre vio lo que pasaba bajo la lluvia, y os lo voy a decir,
pero no me vais a creer.
La lluvia enlazó ese
mágico verde a aquellos grises idealistas, y el hombre pudo ver cómo
el cielo se inclinaba a besar las pálidas cumbres de las montañas,
que se sentían solas, siempre tan quedas, siempre tan equilibradas.
Porque, como sucede en otras ocasiones, lo que parece invencible por
fuera, por dentro se derrumba. Aquella tarde, sin embargo, fue el
horizonte el que se derrumbó sobre la tierra, y acarició las
flexibles formas de las hojas, como tímido, mientras seguía besando
a las montañas, y el verde escalaba por su piel, correspondiéndole,
ascendiendo por la bella atmósfera de agua derramada.
Fue entonces cuando
apareció la vida, siempre alegre, siempre efímera, e hizo cantar a
los grillos, que eran fieles centinelas de sus noches, y cuya melodía
solo podía compararse con la de los pájaros, que en ese momento
hacían montar a las gotas sobre sus lomos, porque les daba pena que
cayeran.
Aunque los pájaros,
como suele suceder a los que se guían por la dirección del viento,
se equivocan a menudo, y no sabían que el que ese precioso beso
acabara, solo significaba que iba a volver a acontecer.
Porque las gotas, corren
por los caminos, ayudadas por las verdes praderas inclinadas, y ríen
y se revuelcan hasta que vuelven a caer al río del que provenían,
momento en el que todas callan y se mueven al unísono, como sucede
con nosotros cuando queremos ir a un lugar importante. El hombre no
pudo seguirlas más tiempo, por desgracia, porque como ya sabéis,
los ríos van a parar a la mar, y la mar es muy celosa, y nunca
quiere que nadie vea cómo el cielo la vuelve a besar para recoger
sus gotas, ni siquiera los piratas que mejor la conocen, aunque ésta
ya sepa que su cielo es amante también de las montañas.
No se sabe aún quién
es ese hombre que observó la vida estallar, porque lleva tanto
tiempo sin morir que nadie lo recuerda.
JC
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