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martes, 4 de junio de 2013

Soñar por soñar


 La lluvia es la vida. Por eso hay gente a la que le escuece, y por eso se refugian bajo esos incómodos y aparatosos manojos de plástico con metal. Porque no quieren que sus rancias y finas cáscaras se empapen y pierdan la forma, y en cuanto llegan a casa se tienden a secar. Es peligroso que la cáscara se les resbale: puede que su anodina alma escape y su composición se mezcle con la del resto de la mediocre atmósfera.
Hay unas pocas personas que reniegan de esos inservibles manojos de hierro y tela artificial, y son aquellas que tienen un fruto dentro de la cáscara. A veces cuando empieza a llover, no huyen, y dejan que el agua les empape y les quite el rígido envoltorio que llevan puesto, desnudándolas, porque saben que dentro de ellos hay algo más que aire, y que no se van a disolver.
¿Alguien alguna vez se ha preguntado qué es lo que pasa cuando llueve? Siempre andamos mirando al suelo, para que no se nos moje la cara, o simplemente nos tapa la visión ese armatoste al que me he referido ya dos veces. En realidad, no sabemos lo que pasa cuando llueve, a no ser que miremos por la ventana, pero entonces solo vemos lo que siempre está a nuestro alcance, y eso es precisamente lo que carece de valor.
Yo creo que lo que pasa cuando llueve es lo que siempre pensamos que nunca pasa. Muchos alquimistas han buscado durante toda una vida la misma fórmula, y otros, durante esta, han estado peleando contra el tiempo por el oro, por los más divinos tesoros, por las mujeres más bellas y los más grandes hallazgos, y no reparan en que esa vida que gastan, esa vida que les hace falta, está en la lluvia. Si ellos supieran...
Cuentan que, una vez, hubo alguien que supo, un hombre que un día salió a la lluvia. Pero no se quedó en la ciudad, sino que siguió los caminos del ocaso, los mismos que Antonio Machado, y se dirigió hacia donde la lluvia siempre quiere caer, hacia donde el suelo siempre quiere recibirla.
Cuentan que ese hombre no dejó de andar bajo la lluvia hasta que todo lo que le rodeó fue de color verde. Al fin y al cabo, el verde es el color de la magia. El cielo, sin embargo, era una mezcla de blanco, de gris y de negro, y el negro se oponía al blanco, pero existía gracias a él, y ambos pasaban a ser gris, como bien decía Hegel, en armónica evolución.
Lo importante es que aquel hombre vio lo que pasaba bajo la lluvia, y os lo voy a decir, pero no me vais a creer.
La lluvia enlazó ese mágico verde a aquellos grises idealistas, y el hombre pudo ver cómo el cielo se inclinaba a besar las pálidas cumbres de las montañas, que se sentían solas, siempre tan quedas, siempre tan equilibradas. Porque, como sucede en otras ocasiones, lo que parece invencible por fuera, por dentro se derrumba. Aquella tarde, sin embargo, fue el horizonte el que se derrumbó sobre la tierra, y acarició las flexibles formas de las hojas, como tímido, mientras seguía besando a las montañas, y el verde escalaba por su piel, correspondiéndole, ascendiendo por la bella atmósfera de agua derramada.
Fue entonces cuando apareció la vida, siempre alegre, siempre efímera, e hizo cantar a los grillos, que eran fieles centinelas de sus noches, y cuya melodía solo podía compararse con la de los pájaros, que en ese momento hacían montar a las gotas sobre sus lomos, porque les daba pena que cayeran.
Aunque los pájaros, como suele suceder a los que se guían por la dirección del viento, se equivocan a menudo, y no sabían que el que ese precioso beso acabara, solo significaba que iba a volver a acontecer.
Porque las gotas, corren por los caminos, ayudadas por las verdes praderas inclinadas, y ríen y se revuelcan hasta que vuelven a caer al río del que provenían, momento en el que todas callan y se mueven al unísono, como sucede con nosotros cuando queremos ir a un lugar importante. El hombre no pudo seguirlas más tiempo, por desgracia, porque como ya sabéis, los ríos van a parar a la mar, y la mar es muy celosa, y nunca quiere que nadie vea cómo el cielo la vuelve a besar para recoger sus gotas, ni siquiera los piratas que mejor la conocen, aunque ésta ya sepa que su cielo es amante también de las montañas.
No se sabe aún quién es ese hombre que observó la vida estallar, porque lleva tanto tiempo sin morir que nadie lo recuerda.
JC

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