Me gustaría quedarme aquí sentada hasta
mucho después de que el timbre dejara de sonar. En un Universo en el que las
cosas no fueran como son, sino como deberían ser, recibiría yo entonces una
clase privada. ¿De qué hablaríamos? No lo sé. ¿Qué es lo que no sabes de mí,
después de haberte aprendido los rasgos inconscientes de mi letra? ¿Durante
cuántos meses más se te quedarán almacenados en la memoria los ángulos de esa
grafía, inutilizando parte de tu paciencia? Tú destruirás las carpetas dentro
de dos años, yo tendré que convivir con la marca de esta mano toda la vida.
Como
ya sabes, yo no la elegí. Me gustan tu letra y la de otros profesores porque
han aprendido a luchar contra sí mismas. Se han estilizado tanto con la
insistencia del uso que ya no decodifican, no se leen, han anulado lo que
quieren decir porque se desprecian. Con el tiempo, la mía también se volverá
así; al principio no me daré cuenta, y finalmente no la entenderé. Será una
victoria triste e inevitable. Ahora, mi letra quiere decir exactamente lo que
lee, y se lee tan fácilmente que resulta bochornoso. Tú te llevas mi letra a
casa todos los días, tienes que saberlo.
¿De
qué hablaríamos? Sigue siendo una pregunta difícil, quizás por eso precisamente
no vayamos a hablar nunca. Del resto de compañeros y de pupitres depende que
esto siga funcionando. Profesor y alumno no deben encontrarse como personas.
Tendrían que enfrentarse entonces a un silencio ilustrativo de su mutua
ignorancia, a la incompatibilidad de una suma de incógnitas, al margen de la
página. Sí, que se encontraran sería un poco como caerse en el margen en blanco
entre dos páginas, en el vacío ingrávido de la sinrazón, en la espera
angustiada entre una canción y la siguiente. Hablar contigo a veces es como
intentar mirar a la vez todo lo que ocupa el campo visual, o imaginarse dentro
de uno el infinito.
Sin
embargo, debo insistir. Tengo que hablar contigo, porque es posible que yo haya
caído ya en la situación que acabo de mencionarte. Precisamente, mi problema es
que no tengo ya nada que decir; al respirar, me agobian los espacios en blanco,
cada pausa microscópica reverbera en mi pecho como en una caja de madera. Estoy
tan vacía que me identifico con todas las entradas del diccionario, y me
emociono si entreveo cualquier intención sincera en un sistema poético. Me
levanto como si cada día fuera un manifiesto, y tardo en dormirme porque espero
descubrir algo que desconozco. En un segundo, me pregunto por la contingencia
del siguiente, y me imagino infinitud de potenciales. Tu tutela ha alcanzado el
ideal de la perdición absoluta.
Si
te pido esto es porque me parece realmente importante. La gente acostumbra a
hablar de manera despreocupada, las palabras no son cartas para ellos, aunque a
veces compongan algo parecido. Por el contrario, como ya habrás intuido por el
tema ya zanjado de mi letra, cada cosa que digo tiene un resultado. Decir algo
es crearlo, y en ese sentido no puedo sentirme más asustada por estar
hablándote finalmente de esto, de que quiero hablarte. Me gustaría no hablarte
de mis problemas porque eso significaría que no existirían; aunque,
paradójicamente, ningún demonio muere hasta que no lo nombran. ¿Qué otra cosa
podemos hacer? ¿Desaparece algo cuando se lo calla?
Lo
más probable es que al final no me atreva a pedirte nada y que la última
noticia que tengas de mí es que entré de la Universidad. Pasé de unos archivos
a otros, me cambié de clase, encontré otro profesor o profesora. Después de dos
años, repito, destruirás mi letra, y tu ciclo se habrá completado. Pero estás
muy equivocado. Mi letra te la llevarás siempre. Tu nombre estará escrito en
este mensaje, ligado inevitablemente a estas vocales, estas consonantes
torcidas y ridículas, secuestrado, impunemente utilizado y esposado en la
grafía pueril de esta mano que sufre. Tú nunca me enseñarás nada que no
tuvieras que enseñarme, pero serás el responsable de la duda, del miedo, de la
nada. Tú no lo sabes, pero por ti he tenido que hacer frente a mis demonios.
Dime si no cómo se aplica Foucault a mi novio, o cómo puedo dormir con los
planetas dibujando mosaicos por debajo de mi cama. Qué hago con todo este
amasijo de cosas que ahora no puedo olvidar; dime, qué hago con las tres leyes de
la termodinámica, y con Clara Campoamor, y con el Nevermore. Qué se supone que debo pensar mañana, cuando me
despierte, del óxido que broncea mi
cuerpo, y, ¿cómo puedo aguantar la incertidumbre del Principio, por favor, solo
con dieciséis años? ¿Sabes que lloré cuando Franco no traspasó Valencia?
Solo
te pido un poco de responsabilidad. Que me digas qué diría Platón sobre mi
vida. Qué debería hacer con las noches en las que lloro hasta quedarme dormida,
cuando la soledad se me atraganta y mi cara vuelve a parecerme una broma
pesada. Qué hago con mi futuro, con el trabajo que me espera a miles de
kilómetros de distancia, con mi nacionalidad, con los amigos que tuve y que no
tuve. Por favor, por ti me enfrenté al amor todos los días, cuando entraba en
clase y ahí estaba, pesando como otro nombre en la lista. ¿Llegaste a intuir lo
difícil que era ese nombre, lo difícil que era el mío? Pasé por eso por tu
culpa, ¿qué tendré gracias a ti? ¿En quién debo pensar cuando se me acaben las
novelas de Jane Austen? ¿Qué haré cuando llegue mi verdadera mayoría de edad,
cuando tenga que afrontar la desaparición de mis progenitores? ¿Qué haré con el
aula que permanecerá, intacta e inmutable, dentro de mi cabeza?
¿No
vas a enseñarme nada más?
Supongo
que en esto consisten todos los nombres de mis apuntes. En acabarse fuera de la
enciclopedia. Sin embargo, será casi imposible que mi vida acabe escrita en
ninguna parte. Nadie recordará la tuya, tampoco. Solo tenemos nuestras letras,
entonces. Si al menos tuviera una nota tuya, estaríamos en igualdad de
condiciones.
JC
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