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viernes, 21 de abril de 2017

No son espejos, son puertas.

En la medina de Rabat compré un espejo con forma de puerta, hojas y pomo. La madera huele a humedad - “humedad” sirve para describir un mar gris, una pantalla de polvo, unos muros de adobe- y el cristal es tan basto que no refleja nada. Está sucio, o es opaco, me da igual.

Para mirarse en él, primero hay que colgarlo a la altura de los ojos -no habría una puerta ahí, de ninguna manera-, abrir las hojas y pasar un paño. La entrada es tan estrecha que, por ella, solo se asoma medio rostro. Quien se mira en él no puede peinarse, ni tan siquiera ponerse unos pendientes; quien lo usa no comprueba su apariencia, y antes de llegar a verse tiene que pasar por las piedras, los dibujos y los grabados que conforma el metal del dintel, o del marco.

No sé si es más frustrado el deseo de mirarse o de marcharse a alguna parte. Tampoco lo sabía la niña que corría por la mezquita de Córdoba, esperando estrellarse contra un pasillo de espejos que, mirados frente a frente, se multiplicaban. Ni siquiera sé por qué era tan decepcionante no verse, o por qué lo habría sido no poder correr, no atravesarlos.

Si colgara el espejo -si llegara a abrir las puertas-, no vería nada. Solo olería otra vez la medina de Rabat. Mantendré las puertas cerradas, el espejo sin colgar, para no sentir de nuevo la llamada del mar, la tracción dominante de las olas, las ganas de ahogarme, o de nadar. Para no asomarme al vacío infinito, al milagro del número; a las delicadas operaciones que nos contienen, sin explicarnos,y que simplemente son, sin que entendamos.


No veo. Corro.  

JC


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