En la medina de Rabat compré un espejo
con forma de puerta, hojas y pomo. La madera huele a humedad -
“humedad” sirve para describir un mar gris, una pantalla de
polvo, unos muros de adobe- y el cristal es tan basto que no refleja
nada. Está sucio, o es opaco, me da igual.
Para mirarse en él, primero hay que
colgarlo a la altura de los ojos -no habría una puerta ahí, de
ninguna manera-, abrir las hojas y pasar un paño. La entrada es tan
estrecha que, por ella, solo se asoma medio rostro. Quien se mira en
él no puede peinarse, ni tan siquiera ponerse unos pendientes; quien
lo usa no comprueba su apariencia, y antes de llegar a verse tiene
que pasar por las piedras, los dibujos y los grabados que conforma el
metal del dintel, o del marco.
No sé si es más frustrado el deseo
de mirarse o de marcharse a alguna parte. Tampoco lo sabía la niña
que corría por la mezquita de Córdoba, esperando estrellarse contra
un pasillo de espejos que, mirados frente a frente, se multiplicaban. Ni
siquiera sé por qué era tan decepcionante no verse, o por qué lo
habría sido no poder correr, no atravesarlos.
Si colgara el espejo -si llegara a
abrir las puertas-, no vería nada. Solo olería otra vez la medina
de Rabat. Mantendré las puertas cerradas, el espejo sin colgar, para
no sentir de nuevo la llamada del mar, la tracción dominante de las
olas, las ganas de ahogarme, o de nadar. Para no asomarme al vacío
infinito, al milagro del número; a las delicadas operaciones que nos
contienen, sin explicarnos,y que simplemente son, sin que entendamos.
No veo. Corro.
JC
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