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martes, 21 de enero de 2014

Sentido sin sensibilidad.


Homenaje a Jane Austen
desde la más respetuosa y cariñosa de las discrepancias
de una admiradora.

Kate no podía ni quería seguir sumergida en aquella situación. Cada mañana y cada noche observaba a Mary en la cama con el mismo camisón viejo, mirando hacia la ventana como en un impulso febril, con una de sus blandas y sudorosas manos apoyada en la suya. ¿Cómo podía ella explicarle lo que en esa casa iba a acontecer, hacerle entender que había tantas cosas que habían escapado a sus ojos y a su juicio que ella misma era la causante de sus propios sufrimientos?

Pasaron semanas y se despejaron los caminos. Hacía tiempo que ya no llovía, y cuando Woodgate continuó sin visitarlas, dejando patente su desvergonzada irresponsabilidad y delatando con este acto de mala educación todas sus mentiras pasadas, Mary se vio obligada a abandonar la excusa que la había sostenido hasta entonces. No por ello pudo mancillarse el nombre del caballero en su presencia, y cuantos iban a visitarla conservaban la prudencia de no derrotar el ánimo de la pobre joven con su mención. Sin embargo, si por algún desliz o una desafortunada casualidad esto ocurría, a Mary se le anegaban los ojos en lágrimas y no disponía de otra solución que no fuera volver el rostro y fingir indisposición.

Mary, que siempre había sido su guía y su ejemplo, la enseñanza encarnada de como habían de ser los buenos modales y la belleza natural, se había convertido ahora en un espectro. Después de tantos días en su compañía, por temor a dejarla sola entre fiebre y delirios, Kate se empapó tanto de esta imagen enfermiza que acabó agradeciendo el no haber nacido con la exaltada sensibilidad y la capacidad de amar con las que le mundo había agraciado a Mary, por mucho que llevara admirando durante años precisamente ambas cualidades.

Y es que, si bien era cierto que Woodgate se había comportado de forma grosera, hipócrita y mezquina, Mary no estaba exenta de culpa. Había pasado demasiado tiempo encerrada en casa, colmada del cariño de unos padres demasiado ciegos e indolentes, pasando tardes y tardes sumergida entre libros y no dedicándose a otra cosa que a éste ocioso placer. Y no eran otras que las frases que en tantas novelas románticas había leído las que habían empañado su cordura y habían engañado a su corazón. Si se hubiera comportado de manera más prudente, si hubiese sido capaz de aceptar que su imagen del espejo no solo podía despertar la ternura de los hombres sino también su lujuria, si hubiera sido consciente de sus escasos recursos en cuanto a posesiones y dinero, tal vez nada de aquello habría pasado. Woodgate se habría marchado mucho antes, sin unas cartas humillantemente emotivas y sin un mechón de su pelo.

Ahora Mary estaba condenada a vagar contemplativamente el resto de años de su vida, como bien llevaba haciendo aquel invierno, porque no quedaban ya caballeros cuyas proposiciones no hubiese rechazado en nombre de aquel hombre, y dispuestos a aceptar a una mujer sin herencia ninguna ni el beneficio de libras mensuales.

Solo en estos momentos de aflicción y enfermedad pudo comprender Kate cuán irresponsable había sido su amiga, y cómo la sensibilidad y la pasión se pueden volver contra una hasta romperle el alma a causa de la imprudencia y de los bajos deseos de un solo hombre. Antes de partir, dejando a Mary relativamente repuesta, aunque sin oportunidad de ser la vivaz y alegre joven que había sido hasta entonces, se juró a sí misma que nunca se comportaría de igual manera, y que aquellos días habrían de servir como advertencia a un peligro al que podría haber estado expuesta con la misma facilidad que ella.

Y lo cumplió. Kate no se enamoró de su marido hasta que no se hubo casado con él, jamás entregó ningún mechón de pelo a un caballero, ni escribió cartas que pudieran comprometer su propio orgullo. Años más tarde, cuando ella y su esposo pasaban algunos días con Mary, que seguía soltera y de ese modo seguiría por siempre, o eso les parecía, una desagradable sorpresa apareció por la ventana en el preciso instante en que nadie la estaba mirando.

Era Woodgate. Así lo delataban las alteradas facciones de Mary, quien no había olvidado el ruido preciso de sus pasos en la entrada, ni había podido desprenderse, después de años de soledad, de la imagen de su coche en la puerta. En efecto, llamaron y ella abrió, y era él.

El modo en que se saludaron deshizo el sentido de Kate para siempre. Nadie sabía cómo había llegado, ni dónde había estado, ni por qué llevaba tanto tiempo sin escribir, pero inexplicablemente, Woodgate estaba allí, eso no se podía dudar, y apretó la mano de Mary con tanto cuidado como si fuera de porcelana. Unos minutos más en su compañía, unas explicaciones que todo lo esclarecían pero que a la envidiosa mente de Kate no aportaron nada, y quedó demostrado y retratado a sus propios ojos que el amor continuaba fiel, imperecedero e intacto.

Kate se ruborizó, sintiéndose humillada como nunca antes, y volvió a ruborizarse por su propia reacción. Se había equivocado gravemente, mucho más gravemente que su amiga, y no porque no creyera en el amor, que no había sido tan estúpida como para llegar a negar. No, se había equivocado por pensar que era mejor elegir, que las cosas buenas no excluían a las malas, que la prudencia era la mayor de todas las virtudes, y que era más conveniente el sentido que la sensibilidad.

JC

“I come here with no expectations, only to profess, now that I am at liberty to do so, that my heart is and always will be yours.” 

― Jane Austen, Sense and Sensibility

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